Miscelánea


Ajedrez

     I

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

  II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?


Jorge Luis Borges

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Memorias imaginarias de Salvador Dalí:
Mis desencuentros con Sigmund Freud,
por Hernán Huergo

Desde muy joven tuve claro que yo era un genio. Aunque no me imaginaba cuán lejos llegaría. Cuando yo era un joven veinteañero admiraba como más grande a otro genio, Pablo Picasso. Un español como también yo, un pintor como también yo, un comunista como tampoco yo [1]. Pero el mismo Picasso, estoy seguro, se dio cuenta al fin de sus días de que el genio mayor era yo, Dalí. Por suerte para la pintura y para el siglo.
El gran masturbador 
(1929)
Cuando la gente conoció mis obras no tardaron en llamarme genio, cosa que no me sorprendió. Eso me animó a mostrarles más y más mi mundo interior. Los admiradores más devotos, no contentos con llamarme genio, comenzaron a decir que yo era un loco. Sé que lo decían para halagarme. Allí nació la duda que arrastré por años. No tenía claro si yo era un genio por ser un loco o un loco por ser un genio. Ahora que escribo esto puedo decirlo: la única diferencia entre un loco y yo era que yo no estaba loco, así de sencillo. Mi fortaleza estaba en poder desatar mi talento sin los límites que impone la cordura a los seres comunes. Tomen por ejemplo la primera de mis obras que escandalizó al mundo, El gran masturbador. Veinticinco años tenía entonces. ¿Pueden imaginar algo más loco? Los surrealistas de aquel entonces quedaron como noqueados. No sabían si acusarme, bendecirme o desterrarme. Pero después de que la voz superior, André Breton, optó por la bendición, pasaron todos a ser genuflexos incondicionales. Y cuando llegó la orden contraria y me echaron del surrealismo, todos clamaron en contra del hereje. Pero sabían que era inútil. Cuando perpetraron el desatino, ellos y el mundo sabían que el surrealismo era yo.
Fue una época de florecimiento para mí. Pintaba lo que pasaba por mis sueños, sin tapujos. Había aparecido en mi vida Gala, Galuchka, mi Gradiva [2], y los sueños se multiplicaron.
Recuerdo como si fuera hoy el momento en que decidí que debía conocer a Sigmund Freud. Tenía veintisiete años y estaba pintando los relojes blandos con los que había soñado la noche anterior. Podía volcar con precisión cada detalle de mi sueño. Recordé entonces que el gran vienés también había encontrado en los sueños las facetas más extraordinarias de su genio y sentí una urgencia extrema por verlo, sin saber del todo para qué.
Persistencia de la memoria
(1931) 
He divagado muchas veces sobre estas ansias de visitar a Freud, y creo que he cambiado el argumento con el tiempo. En un principio me tentaba la sola idea de que nos juntáramos los dos máximos genios del momento. Más tarde pensé que quería verlo porque tenía miedo de volverme cuerdo y perder mi talento. Quién mejor que Freud para devolverme la locura. Me consolaba pensar que Diego Velásquez había sido el genio más grande de la pintura sin necesidad de ser tan loco. ¿O sí lo había sido?
Alegoría de la pintura,
de Jan Vermeer (1632-1675)

Fui tres veces a Viena, cada visita era un calco de la otra. Por la mañana pasaba dos horas en la Colección Czernin mirando a Vermeer. No cualquier pintura sino una, la Alegoría de la Pintura. He adorado esa pintura casi tanto como a Las tres meninas. Por la tarde iba a buscarlo a Freud a su casa para encontrar siempre la misma respuesta. Estaba fuera de la ciudad por razones de salud. 
El encuentro tan deseado tardó unos cuantos años en llegar. Estaba escrito que no iba a ser en Viena. Era 1938, y el agobio de Hitler ya se cernía con fuerza sobre Austria y cada judío, sin medición de talentos ni de noblezas. El hombre había aceptado la necesidad de mudarse a otro lado y había elegido Londres. Teníamos un amigo en común, Stefan Zweig, el gran escritor austriaco al que admiraré siempre. Él logró que se produjera el encuentro tan deseado.
La metamorfosis de Narciso
(1937)
Era un día de julio con un sol agradable cuando llegamos con Zweig a la casa de Freud. Me había preparado para la visita. Llevaba para mostrarle uno de mis cuadros más recientes, La Metamorfosis de Narciso. También llevaba conmigo una revista con un artículo mío sobre la paranoia. Debo decir aquí que creo que soy mejor escritor que pintor. Lo importante de mi escritura no es el estilo, ni la sintaxis, ni los recursos discursivos. Lo importante de mi escritura es sencillamente lo que digo, y eso llegará el día en que será aceptado.
Entramos a la casa y nos acomodamos frente a él, que estaba sentado en un sillón importante. No esperaba la imagen de un hombre tan viejo. Los ochenta y dos años parecían en él demasiados. Sabía de su enfermedad, de la que se hablaba poco, pero no conocía que fuera grave. Stefan Zweig debió haberme advertido sobre el cáncer del paladar. Freud se mantuvo todo el tiempo mudo. No miró en absoluto el artículo que yo había llevado. Ni dedicó más que unos segundos al cuadro de Narciso que desplegué ante él. Hice lo que hago a veces cuando no sé qué otra cosa hacer. Comencé a realizar un retrato de él, al carbón. Cuando la inútil entrevista terminó lo saludé, él me dijo palabras que no entendí y salimos.
Carbonilla:
Sigmund Freud,
por Salvador Dalí
¿Qué dijo? –le pregunté con gran curiosidad al escritor.
Dijo que nunca vio ejemplo más completo de español.
Con el tiempo, y por el mismo Zweig, supe la última parte de lo que había dicho Freud. Las palabras que omitió el escritor fueron "¡Qué fanático!". No condeno a Zweig por esta deslealtad con la verdad. Sí me molestó un poco más que me mintiera sobre el retrato al carbón que le había pedido que le entregara a Freud. No había logrado ningún resultado de la entrevista con él excepto eso, un cuadro que a mí me parecía que lo reflejaba hasta sus entrañas. La siguiente vez que vi al escritor le pregunté qué había opinado Freud de mi obra. “Le gustó mucho”, fue la contestación seca y pobre a mi pregunta llena de ilusión. Estaba claro que era inútil insistir, no me iba a decir nada más. La verdad la leí después, escrita por el mismo Zweig. El retrato que yo había hecho nunca llegó a destino. Cómo iba a mostrar a Freud algo que “presagiaba de manera clara la inminente muerte” que tendría en menos de un año.
Freud se fue del mundo y siento que nunca pudimos encontrarnos de verdad. Una pena. Quedé solo.



Salvador Dalí: 1904-1989
Sigmund Freud: 1856-1939
[1] Nota del autor: las expresiones escritas en letra cursiva son frases que el mismo Dalí pronunció alguna vez.
[2] El nombre verdadero de Gala, nacida en Rusia, era Elena Ivanovna Diakonova (1894-1982). Dalí la conoció ese mismo año, 1929. Ella, casada y diez años mayor, dejó al marido seducida por Dalí.

6 comentarios:

  1. Buenisimo Hernan.
    Excelente la redacción.
    Abzo

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  2. Muy bueno, Hernán. Imaginación y fantasía. Presagio de tus crónicas y hazañas ajedrecísticas.
    Alberto.

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  3. Como suelen decir algunas películas, este relato está absolutamente basado en hechos reales. Los hechos narrados ocurrieron todos, las visitas a Viena, la reunión en Londres, la carbonilla que hizo Dalí, el comentario despectivo de Freud a su amigo Zweig. Las fechas.
    No sé quién es Alberto, ¿quizás Guglielmone?

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  4. Alberto Benarós.26 de mayo de 2018, 16:01

    ¡El único ...! (Por lo chambón)
    Benarós.

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  5. Debí adivinarlo. ¡El Chambón soy yo!

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  6. Seguro que a Jorge Luis Borges le hubiese caído bien... es a ella, a la Kodama, a la que nada le cae bien.

    Un acierto haber recordado a Borges: ¡El segundo terceto de Ajedrez II es un clásico!
    ¡Gracias Hernán!
    Conrado

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